Si la educación pretende el pleno desarrollo del individuo, ¿cómo es que durante tanto tiempo el foco ha estado puesto única y exclusivamente en la capacidad cognitiva? Y aunque cada vez la inteligencia emocional se va abriendo hueco todavía no tenemos ninguna asignatura sobre las emociones que pueda convivir con las matemáticas o el lenguaje en un horario escolar. El sistema educativo es un fiel reflejo de nuestro sistema social y nuestro sistema social es un reflejo de nuestro sistema educativo. Así que para romper este círculo vicioso tenemos que ir haciendo hueco para mostrar a nuestros niños esta herramienta fundamental para crecer como personas.
Detrás de todos los cambios siempre hay miedo y desgraciadamente el dicho “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” está impreso en nuestra memoria colectiva como verdad absoluta. Pero si al final terminamos quejándonos de los valores que imperan en la sociedad, quizás sea el momento de plantearnos de una vez por todas que hay algo que no hacemos bien. La inteligencia emocional nos capacita en dos direcciones. La primera hacia dentro, conociendo nuestros talentos, nuestras capacidades, aceptándonos y queriéndonos con nuestras virtudes y defectos. Nos da una perspectiva realista de nuestra posición en el mundo: yo no soy ni más ni menos que nadie pero soy un ser único que tengo que conocerme para saber qué puedo aportar a la sociedad, qué me gusta, qué tengo que desarrollar, en definitiva, cómo ser feliz. La segunda dirección es hacia fuera, es decir, cómo me relaciono con el otro, desarrollar la empatía, esa capacidad de poder comprender lo que le sucede a la otra persona, manejar las habilidades sociales para poder disfrutar de relaciones sanas y afectivas en un clima de respeto y aceptación.
Las emociones vienen precedidas de muchos siglos de mala fama y se han visto relegadas a ser ignoradas y mucho peor, en ocasiones, negadas. Desde la antigüedad, filósofos y pensadores las han identificado con aquellas pasiones o bajos instintos que impedían al ser humano desarrollar sus virtudes y elevar el conocimiento. A mediados de los años 90, Daniel Goleman con su libro “Inteligencia emocional” dio el empuje definitivo para poner en primera fila lo que ya llevaba tiempo gestándose: una auténtica revolución emocional. El libro que fue un best seller supuso un punto de inflexión definitivo para que la sociedad tomara conciencia de que había otra forma de relacionarse con uno mismo y con el mundo. Y por fin, las emociones salieron de la retaguardia reclamando el lugar que les corresponde.
Las emociones son respuestas a estímulos tanto externos como internos por lo que se convierten en un termómetro para medir nuestra situación vital, testarnos para percibir dónde y cómo me encuentro antes de dar una respuesta. No hay emociones positivas ni negativas porque no son buenas ni malas, es cierto que es más agradable sentir alegría que tristeza pero todas cumplen su función. Por eso es tan importante que los niños aprendan a manejar sus emociones. A medida que se familiarizan con ellas pueden escuchar su mensaje y actuar en consecuencia. Enseñar a los niños a localizar la emoción y darle la bienvenida es fundamental para que pueda tomar decisiones sin dejarse arrastrar por el torbellino de la ira, la incapacidad de la tristeza o el sabotaje del miedo. Las emociones nos enseñan a ser conscientes de lo que nos ocurre, a tener en cuenta al otro y avanzar hacia el consenso y la convivencia.
Una buena educación emocional comienza por enseñar a los niños a convivir con sus emociones, nombrarlas y sentirlas. Es muy importante la emoción sentida, es decir, escuchar al cuerpo, detectar el lugar físico donde se aloja: la tensión, el nudo en el estómago, ponernos rojos, temblar… todo esto son manifestaciones de que esa energía emocional se ha puesto en movimiento. Una práctica muy bonita para empezar es darles una figura humana por cada emoción básica y animarles a que señalen donde la sienten. También les podéis pedir que la dibujen con la forma que quieran y que le den un color o varios, todo vale. Lo importante es que aprendan a manejarlas de una forma amigable pero sin identificarse con ellas. Este paso atrás es el comienzo de la toma de conciencia de que ellos no son las emociones y por lo tanto tienen el poder de, una vez reconocidas, elegir qué hacer.
Hay emociones que resultan aterradoras para un niño como por ejemplo la ira. La ira es una emoción muy grande y muy potente, quizá de un color rojo brillante y con la forma de un tornado. En realidad nos infunde tanto respeto que normalmente la negamos y no se la permitimos a los niños. Los mayores nos enfadamos cuando los niños sienten ira, les mandamos mensajes del tipo no me gusta eso que sientes, contrólate, no te haré caso hasta que no te calmes. Eso les hace creer que les sucede algo malo y que para obtener el amor de los padres o profesores tienen que ignorar su enfado y actuar con tranquilidad. Nuestra tarea como educadores es estar ahí cuando aparezca el enfado, sostener al niño y conducirle con calma hasta el final de la emoción. Las emociones se agotan, no duran siempre, si nos permitimos sentirla llega un momento en que la emoción igual que vino se fue. Después tenemos la oportunidad de trabajar con él lo que ha sucedido.
El trabajo con las emociones es fascinante y muy gratificante. Porque cuando ponemos a los niños en contacto con ellas no solo vemos cómo se desarrollan y maduran sino que se crea un clima maravilloso de convivencia y cooperación. La educación emocional es fundamental para la resolución de conflictos y previene situaciones de alta gravedad como el acoso escolar. Y al tratarse de un tema transversal su práctica impregna la dinámica diaria del proceso de aprendizaje, desde la clase de matemáticas hasta el recreo.
Elena Muñoz Jiménez profesora de Infosal de los Cursos